Debí haber muerto en aquella acera. Salem y la crisis de los opioides.
[1]
«El ‘pecado’ de estas personas, si es que puede hablarse de pecado, consistió en querer vivir bien siempre, y fueron castigados por ello. Pero creo, como ya he dicho al principio, que quizás el castigo fue excesivo, y prefiero considerarlo, a la manera griega o de un modo moralmente neutral, como pura ciencia, como una determinista e imparcial relación causa-efecto. Los amaba a todos. Y esta es la lista. A todos los quise y a todos les dedico ahora mi cariño:
A Gaylene – fallecida
A Ray – fallecido
A Francy – psicosis permanente
A Kathy – lesión cerebral permanente
A Jim – fallecido
A Val – lesión cerebral masiva y permanente
A Nancy – psicosis permanente
A Joanne – lesión cerebral permanente
A Maren – fallecida
A Nick – fallecido
A Terry – fallecido
A Dennis – fallecido
A Phil – lesión pancreática permanente
A Sue – lesión vascular permanente
A Jerri – psicosis permanente y lesión vascular
y un largo etcétera. In memoriam. Fueron mis camaradas, los mejores que he tenido. Permanecen en mi recuerdo, y el enemigo nunca será olvidado. El ‘enemigo’ fue el error que cometieron jugando. Dejadles que vuelvan a jugar, de algún otro modo, y permitidles que sean felices.»
– Philip K. Dick, Una mirada a la oscuridad (1977)
La trayectoria del trío (actualmente dúo) de Traverse City, Michigan/Chicago es indisociable de lo que viene llamándose la crisis de los opiáceos (US opioid crisis o epidemic), consecuencia directa de la expansión de mercados en el sector farmacéutico que ha azotado con fuerza en las zonas del Medio Oeste del país, con un total de 50.000 muertes por sobredosis o combinación de opioides y benzodiazepinas tan sólo en el año 2019, un dato algo más esperanzador que las 64000 por uso general de narcóticos de 2016. Desde la comercialización de OxyContin a comienzos de este nuevo siglo, la adicción a los opiáceos nos ha legado un panorama generacional desolador, los primeros signos de una metástasis que ha transformado a la primera potencia mundial en el primer consumidor de fentanilo importado.
Casi una década después del debut de Salem, King Night (IAMSOUND Records, 2010), y con motivo del lanzamiento de Fires in Heaven (Decent Distribution, 2020), el merch de la banda incluía una sudadera en la que podía leerse “I survived the Opioid Epidemic U.S.A. 2012–2021” (años en los que permanecieron inactivos e ilocalizables), decorada con los logotipos de todas aquellas empresas que han sacado beneficio de esta adicción programada [2]. Desde la introducción del analgésico OxyContin por Purdue, la familia Sackler se enfrenta a unas 250 denuncias de distintas personas jurídicas y entidades estatales que apuntaban hacia la misma conclusión. Por ejemplo, la denuncia registrada por la ciudad de San Francisco en 2018 contra Purdue, Endo International, Teva y otras compañías responsables de ocultar parcialmente los efectos adictivos de la oxicodona, ha dictaminado que su objetivo siempre fue la creación consciente de un “nuevo mercado de la adicción”. Recientemente, la publicación de Empire of Pain de Patrick Radden Keefe (2021) y el documental All the Beauty and the Bloodshed de Laura Poitras (2022), pusieron sobre la mesa la lucha que la artista neoyorquina Nan Goldin lideró contra la familia Sackler y su entramado de museos e instituciones filantrópicas en medio de una accidentada búsqueda de responsabilidades, a la vez que la epidemia entraba en una nueva fase aún más letal. Quizá, sin ser demasiado conscientes de ello, Jack Donoghue, John Holland y Heather Marlatt (S4LEM, SALEM o Salem, según se quiera) vehicularon artísticamente esta violencia social acometida en las dos últimas décadas.
La llamada crisis de los opiáceos suele fecharse con la introducción del fármaco OxyContin por Purdue en el año 1996, seguida de una agresiva campaña para normalizar su prescripción en el tratamiento de un amplio espectro de dolores crónicos o sintomáticos. OxyContin utilizaba el sistema de dispersión sostenida que Purdue había patentado para una morfina que pretendía usar en el tratamiento del cáncer, la MS Contin. El primer impacto en el número de casos de adicción y muertes por sobredosis se sintió con fuerza a comienzos del presente siglo en poblaciones empobrecidas de South Virginia, los montes Apalaches y comunidades del Rust Belt. El suelo había sido sembrado mediante las innovaciones en el campo del marketing farmacológico por el famoso Arthur Sackler, miembro fundador de Purdue y director de publicidad para Pfizer. La introducción de la benzodiazepina conocida como Valium en la década de 1960 fue posible gracias a la campaña diseñada por Sackler expresamente dirigida a amas de casa que pasaban sus días en solitarios barrios residenciales. La intensificación de la campaña en favor de la prescripción liberal de opiáceos puede fecharse en un editorial del doctor Hershel Jick y su estudiante Jane Porter para el New England Journal of Medicine (10 de enero de 1980) en el que decían asegurar que tan solo 4 entre 120000 pacientes a los que se les habían recetado opiáceos desarrollaron verdaderamente un patrón adictivo. La carta editorial se basaba en el banco de datos del Boston Collaborative Drug Surveillance Program (puesto a funcionar a raíz de los registros de malformaciones congénitas derivados de la prescripción de talidomida a embarazadas), pero no pretendía monitorizar los datos de los pacientes una vez éstos eran dados de alta. La misma revista lanzó un estudio en 2017 sobre la “Porter and Jick”, mostrando que dicho editorial había sido citado unas 597 veces por encima de la media, en un alto porcentaje para mostrar conformidad con sus resultados. En 1993, el doctor Daniel Brookoff publicó un informe en el que sugería que los adictos potenciales no mostrarían interés en el uso de píldoras de dispersión sostenida, y que los comerciales y representantes de ventas de Purdue utilizaron ampliamente para tratar de legitimar su nuevo producto. Antes de los procesos judiciales en los que se vieron envueltos los Sackler, Forbes estimaba su fortuna personal en unos 14 billones de dólares y, según Radden Keefe (2021), se calcula que los beneficios de la introducción de OxyContin pueden estimarse en unos 35 billones.
Tras reunirse sin mucho éxito con ejecutivos de Purdue, el doctor Art Van Zee (quien en 2009 analizaría las estrategias de marketing de Purdue para el American Journal of Public Health) escribe entonces al Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas para advertir que el uso cada vez más extendido de los productos de Purdue estaba causando un auténtico desastre sociosanitario en el condado de Lee (Virginia) y añadía: “me temo que esto solo es un pequeño atisbo de lo que está por venir a escala nacional en años venideros”. En 2007, el estado de Massachusetts se querella contra Purdue y la familia Sackler por haber ocultado parcialmente el potencial adictivo de sus líneas de opioides (MS Contin, OxyContin y Vicodin), obligando a la empresa a desembolsar 600 millones de dólares tras declarar culpables a representantes de la firma como Michael Friedman, Howard Udell y Paul Goldenheim de un delito de misbranding, por el que se les condenaba a prestar servicio comunitario. El memorandum de 120 páginas que los agentes federales recopilaron a través de correos de oficiales de Purdue incluía instrucciones para la destrucción de documentos o e-mails con artículos académicos detallando el potencial adictivo de MS Contin y OxyContin, y que demostraban que Purdue era perfectamente consciente del peligro al menos desde el año 1996. Purdue lanzó en 2010 otra versión de su OxyContin aprobada por la FDA con abuse-deterrement properties, por ejemplo manufacturando la píldora de manera que fuese más difícil de romper, o añadiendo naxolona para neutralizar los efectos del fármaco al ser ingerido por cualquier otra vía no oral.
La del OxyContin fue la primera ola, quizá la más importante, pues normalizó la prescripción liberal y el consumo extendido de opiáceos legales que llevaron a muchos norteamericanos a desarrollar hábitos de consumo que posibilitaron el salto a la heroína de tipo “black tar” o chiva, introducida por los cárteles mexicanos del estado federal de Nayarit (los llamados “Xalisco Boys”) cuando la propia Purdue trató de paliar los efectos de la epidemia que había desatado. Un estudio de 2015 de la Universidad de Washington coordinado por Theodore J. Cicero y Matthew S. Ellis mostró cómo los adictos al OxyContin pasaron a otro tipo de sustancias al endurecerse el acceso a recetas médicas. Por entonces, en 2009, Jack Donoghue le reconocía a la periodista Vivian Host de XLR8R haber compuesto “Haffa” puesto de OxyContin con tan solo 20 años, cuando aún utilizaba el alias de Young Cream. Donoghue fue uno más de los millones de jóvenes adictos a los opiáceos, para los que una fractura ósea o cualquier dolencia menor era suficiente para la prescripción de oxicodona, algo que podría llevarles eventualmente a la tumba, o a un doloroso y complicado proceso de desintoxicación para un producto fácilmente accesible. La caída de los cárteles mexicanos supuso también una caída de la oferta el mercado de la heroína que, junto al endurecimiento de las recetas legales, aceleró la transición a otro tipo de sustancias sintéticas más susceptibles de provocar sobredosis. Desde aproximadamente 2013 (según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades) hasta el presente, nos encontramos inmersos en una “tercera ola” de la epidemia marcada por el consumo indiscriminado de fentanilo sintetizado en suelo norteamericano, o importado de forma ilegal, a veces incluso comercializado con los logos de OxyContin o Percocet.
El fentanilo legal (por ejemplo la marca Subsys que comercializaba Insys Therapeutics, al parecer basándose en el manual de ventas de Purdue) se consumía en forma de parches hasta que empezó a cortarse con la heroína que podía encontrarse en los puntos de venta de cualquier área metropolitana del país. Curiosamente, la propia Insys lanzó un vídeo en 2015 en el que varias personas cambian sus trajes de ejecutivo para rapear una versión de “F**kin’ Problems” de A$AP Rocky junto a una mascota con forma de spray que resulta ser Alec Burlakoff, el vicepresidente de ventas de la compañía. El fentanilo fue sintetizado a partir de la composición de la morfina por el químico belga Paul Janssen en 1959 (fundador de Janssen Pharmaceutica antes de ser adquirida como filial por Johnson and Johnson en 1961), pero fue rápidamente proscrito en los Estados Unidos. Se cree que un derivado de la droga, el alfa-metilfentanilo, estuvo detrás de las muertes por sobredosis que comenzaron a registrarse en 1980 en el condado de Orange (California), causadas por una misteriosa sustancia llamada “china white” y que suele ser identificada como una de las primeras drogas sintetizadas a partir de patentes o publicaciones médicas por químicos que operan al margen de la industria (conocidos en inglés como rogue chemists). Otros derivados como el ciclopropilfentanilo, el acrilfentanilo, el acetilfentanilo o el carfentanilo han ido apareciendo y abriéndose hueco durante la década pasada en el mercado de opiáceos de circulación ilegal, para las que una alteración leve en la secuencia del fármaco permite comercializarlo durante un período de tiempo lo suficientemente amplio como para revalorizar el mercado necrocapitalista de la adicción. Como afirma Sam Quinones (2021) en su último libro, el fentanilo supuso para las cadenas de distribución de heroína algo parecido a lo que el big tech ha supuesto para los negocios, simplificando las estrategias de cárteles a operativos de dos o tres personas como máximo.
Curiosamente, en 2008 se decía, casi con cierta ingenuidad y aura de transgresión, que Jack Donoghue, Heather Marlatt y John Holland se habrían conocido como internos de un centro de rehabilitación (quizá alentado por el título de uno de su primer debut profesional, Yes, I Smoke Crack EP, Ácephale 2008). La realidad era algo distinta, pues Marlatt y Holland se habían conocido en el instituto antes de coincidir en el Interlochen Center for the Arts de Michigan, mientras que Jack y John se conocieron cuando este último trabajaba en Chicago. John confiesa haber consumido alcohol, cocaína y heroína desde los 16, acostándose con hombres casados del condado de Traverse para costearse las drogas, tal y como cuenta en una temprana entrevista para BUTT (2008). Jack y Heather le convencieron para que dejase la universidad y se centrase en su estabilidad mental a través de la música. Los tres comenzaron entonces a grabar canciones en el sótano de Holland en Traverse City.
El panorama en el que Salem irrumpió fue el de la breve resaca de optimismo norteamericano de finales de los 2000s y principios de la década siguiente, tras dos años de caída y recesión. Se trata de una cultura cuya mejor representación podría ser el bombardeo continuo con el póster de Keep Calm and [X], mientras pasábamos de los flash mobs a los disturbios de las Olimpiadas de Londres y sus flash robs en tiendas de zapatillas y smartphones. La industria explotaba la recién renovada popularidad del EDM. Según cuenta Ben Westhoff (2019), el número creciente de muertes por sobredosis, la mayoría de estudiantes blancos jóvenes, en macroeventos centrados en el EDM como Wonderland, Electric Daisy Carnival, DanceSafe o Coachella, se achacó al consumo de metanfetaminas, una droga bien conocida y ampliamente consumida en forma de pastillas durante la primera ola de la cultura rave, y cuyas muertes asociadas en dichos eventos suelen tener estadísticamente más que ver con la deshidratación o el desarrollo de complicaciones cardíacas que con sobredosis inducidas por su potencial adictivo. Las restricciones en la producción de aceite de safrasás en los países del Sudeste asiático propició la adulteración del MDMA a principios de 2008, por lo que la metanfetamina que se consumía en los macrofestivales de EDM ya contenía un porcentaje elevado de sustitutos sintéticos que irían parejos al consumo y proliferación de opiáceos.
Mientras tanto, los circuitos al margen popularizaban el llamado nostalgia genre continuum, un conglomerado de microgéneros denominados desde hypnagogic pop hasta chillwave o glo-fi, todos ellos centrados en una rehabilitación de los sonidos de baja fidelidad, analógicos y pre-digitales para el nuevo mercado del consumo digital. El chillwave como género cajón de sastre surgió en la blogosfera de finales de los 2000s, concretamente en el post de un tal Carles para Hipster Runoff. Por el contrario, el circuito del hypnagogic pop puede identificarse con pequeñas discográficas centradas en la distribución de cassettes (Leaving Records, Olde English Spelling Bee, etc.). El carácter profesional del chillwave lo alineaba a discográficas con un recorrido consolidado como Rough Trade o 4AD. Georgina Born y Christopher Haworth (2017) afirman que el chillwave puede considerarse una bifurcación de este interés por lo analógico hacia el mainstream, mientras que la fascinación por el mundo fenomenológico pre-digital continuaría en el vaporwave, con presencias que sirvieron de puente entre ambos géneros como la de James Ferraro y Daniel Lopatin (Oneohtrix Point Never). Desde la neo-psicodelia de MGMT y Animal Collective hasta las texturas regresivamente analógicas de Toro y Moi, Twin Shadow, Neon Indian o Ariel Pink’s Haunted Graffiti, así como las producciones lo-fi de XXYYXX (imitadas aquí por C. Tangana en su LO▼E’S de 2012) u otras transicionales como las de Shlohmo y Clams Casino, la escena musical rebosaba de un optimismo incómodo atrapada en las promesas de la “Hope economy” de la primera presidencia de Barack Obama. Los primeros temas de Salem en 2008 como “Oftentimes”, “Littlelamb” o “Whenusleep” aún mantienen esa profunda conexión con el chillwave y la hipnagogia mediante una combinación de sintetizadores pulidos y vocales etéreas que discurren por beats rudimentarios y abotargados. Blogs digitales como 20jazzfunkgreats o Gorilla vs. Bear comenzaron a hacerse eco de algunas de sus canciones en 2008, antes del lanzamiento de Yes I Smoke Crack EP en junio de ese mismo año y el video para “Dirt” en septiembre. Revistas como NME o Fader se hicieron eco del lanzamiento, seguido de Water EP (Merok, 2008) y un número interminable de bootlegs y mixtapes subidas a YouTube.
En una entrevista para Pitchfork concedida en 2012, Hunter Hunt-Hendrix de Liturgy recomendaba dos grupos que, en su opinión, estaban cambiando por completo el suelo sobre el que se movía el rap norteamericano: Death Grips (quienes habían ya lanzado su The Money Store) y Salem, cuyo King Night de 2010 había sido rápidamente elevado por la prensa musical como representante de ese microgénero ocultista y hermético al que quiso denominársele witch house, según una broma interna entre los productores Travis Egedy (Pictureplane) y SHAMS. La popularidad del witch house duró poco más de medio año, entre nombres como el de Christopher Dexter Greenspan (oOoOO), Mario Zoots (Modern Witch), Brian Kurkimillis (White Ring) o Juan Carlos Lobo García (†‡†), además de una inabarcable lista de productores ocultos tras máscaras de caracteres ASCII. Para Hockley-Smith (2017), la categoría de witch house significó poco más que un cajón de sastre en el que diversos artistas desarrollaban un acercamiento a la composición desde la no-linearidad, dentro de lo que Reynolds (2019), en su resumen de la década de los 2010s ha calificado como “culturas locales no atadas a la localidad”. El witch house era indisociable de una cierta estética visual que servía de cohesión para sonidos tan dispares como el de Salem en comparación con los beats más club de Ritualz, o el electroclash abrasivo inspirado por Crystal Castles de CRIM3S. Salem destacaron, sobre todo, por la adopción de la técnica del chopped and screwed para conseguir un sonido que, en combinación con sintetizadores estridentes, muros de sonido y 808s drum machines, sólo puede describirse como letárgico.
La conexión con el sonido Houston de DJ Screw y otros representantes de la “Tercera Costa” de principios de esa misma década como Swishahouse, UGK o Three 6 Mafia tampoco es arbitraria. Robert Disaro, oriundo de Houston, había crecido en el caldero subcultural del Third Ward entre la Screwed Up Click y sus herederos. Disaro pasaba frecuentemente por la tienda Screwed Up Records para hacerse con originales de Screw (las llamadas “gray-tapes”). Tras lanzar Disaro Records, uno de los primeros lanzamientos fue “FuCKT” (2008), de unos entonces desconocidos Salem de Traverse City. El uso de “pitched down” o “screw-tape vocals” por parte Donoghue les grajeó las recurrentes acusaciones de culture vultures, sobre todo tras el difuso y fuertemente criticado concierto para SXSW. La relación de Salem con la cultura afroamericana sigue siendo incómoda, tanto como la elevación del rap al estatus de pop global o la propia lectura ambivalente de los blancos empobrecidos en zonas rurales de los Estados Unidos, que representan simultáneamente el núcleo identitario fuerte en el que prima la noción de “comunidad” para salvaguardar el declive del ideal americano, la América profunda, desposeída y supersticiosa que llevó a Trump al poder, y al mismo tiempo una blanquitud que le es abyecta a las propias élites WASPs [3]. Pero la asociación entre Salem y la “Tercera Costa” tuvo también que ver con la creciente popularidad de la codeína, otro opiáceo frecuentemente recetado como jarabe para la tos. El entorno de Screw convirtió en icono del sonido sureño al lean o syrup, una combinación entre codeína, Sprite y gominolas Jolly Ranchers servida en una copa doble de gomaespuma y que Three Six Mafia, junto a UGK y Project Pat, trasladó al lugar común con “Sippin’ on Some Syzzurp” (2000).
En el paso a una creciente liquidez y cadencia acelerada en el consumo cultural, todo “microgénero” pasa necesariamente por una semiótica y una combinatoria del catálogo infinito, pero al pasar a la vista de pájaro, estas asociaciones siguen resultando flexibles, provisionales y evanescentes, incapaces de ofrecernos una panorámica nítida. Por usar la metáfora que Grafton Tanner emplea en Babbling Corpse (2016), es como aquella escena de The Cabin in the Woods (Drew Goddard & Josh Whedon, 2012) en las que todas las posibilidades de resolución del típico argumento de una película slasher se muestran compartimentadas en el mismo espacio la vez, el sublime del archivo interminable e inabarcable. Según Georgina Born y Christopher Haworth (2017), los microgéneros operativos a finales de la década de los 2000s comparten una reacción ante la excesiva digitalización representada por el glitch o el IDM de mediados y finales de los 90. El caso del hypnagogic pop y el chillwave es significativo, pues apuntan a una recuperación de los modos de producción y distribución anteriores al establecimiento de Internet como una ecología propia, pero a su vez participando de ella. La escena se identificaba con un retorno a fórmulas obsoletas como el cassette y el vinilo, el uso de sintetizadores analógicos y texturas materiales frente al avance de las DAWs y la producción en entornos enteramente digitales. La escena del hypnagogic pop está intrínsecamente asociada a la popularización de YouTube como espacio virtual que posibilitaba la revisitación de un vasto archivo pre-digital, pero que, sin embargo, heredó las redes de distribución de las discográficas independientes del ethos DIY. Podría decirse que los primeros años de la pasada década estuvieron marcados por una digitalización parcial e incompleta, una pulsión por archivar los signos de un tiempo ya pasado, que se quiere fijar porque es ya irrecuperable.
De igual manera, Daniel Siepmann (2018) considera el eclecticismo del género como una reacción sónica a la sobrecarga de estímulos inherente al consumo digital, más aún si tenemos en cuenta el witch house fue una de las primeras en las que creadores y participantes habían socializado por Internet desde su más temprana infancia. Bryan Kurkimillis de White Ring reconoció que no existía un centro, sino que estábamos ante la primera tendencia musical nacida enteramente en la red. Sin embargo, este eclecticismo no nos sitúa en una especie de macrogénero digital que abanderaría la atemporalidad como signo propio. Aún pronto para que la prensa especializada fuese consciente del carácter anticipatorio de la propuesta estética de Salem, lo cierto es que, en el sucinto recorrido por los circuitos de prensa musical antes de su desaparición, pocos periodistas prestaron la suficiente atención a mixtapes como Raver Stay Wif Me (DISMagazine, 2010) o IBuriedMyHeartInnaWoundedKnee (2010) en las que experimentaban con el sonido de DJ Screw para distorsionar el eurodance de principios de los 2000s, análogamente a lo que Daniel Lopatin (Oneohtrix Point Never) proponía bajo el alias de Chuck Person en su Eccojams Vol. 1 (2010). Esta reutilización de los clásicos de épocas asociadas al optimismo económico se ha vuelto hoy día un estándar en la industria que apenas sorprende, pero aún más premonitorio era el constante juego de distancias entre el bootleg y el release que la comunidad SoundCloud haría enteramente suya.
El éxito de King Night les había llevado a las pasarelas parisinas, al showcase de Givenchy en la temporada primavera-verano de 2011, mientras a Donoghue se le veía de la mano de Courtney Love en eventos artísticos de Los Angeles. Salem rozó la cresta de la ola, entre erráticas entrevistas y extrañas apariciones mediáticas que aumentaban su leyenda (por ejemplo la entrevista para el New York Times que nunca llegó a realizarse porque Donoghue se quedó dormido). Las producciones de King Night eran mucho más rudimentarias, como una versión abrasiva y cruda de un surtido de las tendencias electrónicas de 2008–2010 en las que se escuchaban ciertos ecos de la colonización emergente del mainstream por los sonidos del sur del país, entre ellos las screw-tape vocals que poco más tarde popularizaría la A$AP Mob. En canciones como “Trapdoor” o “Tair” encontramos una premonición clara de lo que vino a llamarse mumble rap, término popularizado por una entrevista de Wiz Khalifa a Hot 97 DJ Ebro en 2016 que, según Austin T. Richey (2020), vendría a ser una sublimación estética de la disartria, una afección de los músculos que intervienen en el habla ligada al consumo de opiáceos. Una de las primeras manifestaciones de este rap pos-verbal fue el sencillo “Tony Montana” del rapero Future, puente entre la “Tercera Costa” y el posterior sonido Atlanta. Según le contaba el propio Future al locutor Peter Rosenberg, en el momento de su grabación estaba tan colocado que ni siquiera podía abrir bien la boca, pero el efecto vocal entumecido y ralentizado captó tanto su atención que decidió dejarlo así.
Heather Marlatt se quedó embarazada de su primer hijo en 2012 y fue cada vez más difícil coordinar conciertos y promociones mientras el declive atencional del witch house daba paso a la siguiente tanda de microgéneros como el vaporwave, que llevaba la propuesta nostálgica de Oneohtrix Point Never al plano de la distancia irónica con el lanzamiento de Floral Shoppe por parte de Vektroid (Macintosh Plus) a finales del año 2011. Tras el lanzamiento de I’m Still in the Night (IAMSOUND Records, 2011) y la popularidad que les trajo el remix de Atari Teenage Riot sobre su propia versión del “Better Off Alone” de Alice DJ, Salem se desvaneció en la bruma sin previo aviso.
Tal y como muestra el documental SALEM: Midwest Side Story (hund, 2021), se sabe que allá por 2016, una entonces no tan conocida Julia Fox publicó un fotolibro titulado PTSD en el que recogía una serie de instantáneas de la vida en los alrededores de Nueva Orleans, una vida de precariedad y prostitución entre la inmensa cicatriz que dejó el paso del huracán Katrina por la zona en el verano de 2005. En algunas de estas instantáneas se reconocía claramente a John Holland, quien por aquel entonces se había instalado en los alrededores del Bayou y sobrevivía vendiendo su cuerpo mientras Donoghue trabajaba en Montegut, Louisiana para una compañía petrolera en Port Fourchon. Donoghue había llegado a Louisiana huyendo de su propia depresión y las condiciones adversas de Michigan en plena recesión y colapso del proyecto. En 2013, Kanye West había fichado a Donoghue como asistente de producción de Yeezus, fuertemente influido por las producciones de Death Grips y rápidamente erigido como el álbum que vino a constatar que las formas de producción de la música negra estadounidense habían cruzado un umbral de experimentación y no retorno. Donoghue confiesa a Meaghan Garvey (2020) que aún no ha recibido su sueldo por la contribución, aunque en el breve idilio de West con Julia Fox pudo verse a los dos miembros actuales de Salem en la fiesta de cumpleaños del rapero y magnate. Por cierto que West reconoció en 2018 sufrir una adicción a los opiáceos que le habían prescrito tras someterse a una liposucción.
En 2014, la muerte del actor Philip Seymour Hoffman había puesto la crisis de los opiáceos en el foco de la conversación pública, que toma una dimensión mayor en 2016 cuando Prince es encontrado muerto en su mansión de Minnesota con altas dosis de fentanilo en sangre. La década de 2010–2020 vino marcada por un cambio de paradigma que ha sacudido a las redes de distribución en la industria musical, pero también por un incremento exponencial de las muertes por sobredosis entre celebridades del mundo de la música, en concreto, desde la comunidad del SoundCloud rap hasta sus capas más mainstream. CalvinJohn Smiley (2017) lo definía como el paso de la figura del distribuidor al rapero adicto, que glorifica el uso de drogas dentro de una cultura de la apatía. En 2015, A$AP Yams dejó de respirar por una sobredosis de codeína y otras sustancias. En 2017, Lil Peep es hallado muerto tras una fatídica combinación de fentanilo, Xanax y benzodiazepinas. Al año siguiente le sigue Mac Miller, hallado muerto por una sobredosis de cocaína cortada con fentanilo, como casi toda la que se distribuye en Norteamerica desde inicios de 2010. En 2019, les sigue Juice WRLD, muerto por sobredosis de oxicodona y codeína, y comienza a hablarse de un “club de los 23”, por las prematuras muertes de artistas que apenas dan sus primeros saltos desde Internet a los grandes escenarios. Para Che Yeun (2022), la hipervisibilidad del rapero muerto por sobredosis merece atención en su contraste con la cobertura mediática de la crisis de los opioides, más centrada en comunidades empobrecidas de blancos rurales, en particular, el uso que se hace para cimentar estereotipos sobre el uso de drogas como el resultado de una falta moral personal, de una compulsión hedonista acompañada de riqueza y excesos. Es significativo que las referencias a opioides y analgésicos aparezcan entrelazadas con marcas de moda, como parte del escenario consumista que conforma “la buena vida”. Como afirma Kit Macintosh (2021), parecía como si el mumble rap o SoundCloud rap estuviese alimentándose de forma parasitaria del letargo de la América opiácea de una manera en la que ninguna de estas sustancias es capaz de conformar un paisaje sonoro saliente, sino una “ecología de la intoxicación” que viene desde abajo, pero que termina filtrándose hacia los canales mayoritarios. Nina Palattella (2020) considera que la construcción de esa ecología responde a la dificultad de concluir si, en producciones como “Lean Wit Me” de Juice WRLD, el consumo de drogas se está haciendo algo atractivo o si, por el contrario, se está demonizando. Es la ambigüedad típica de una cultura que ha asumido la adicción como un suelo experiencial.
Para Quinones (2021), la pandemia de COVID-19 recreó las condiciones que engendraron la epidemia de opiáceos: el aislamiento y los despidos laborales en masa. Compañías como Pfizer o Johnson & Johnson (vía Janssen) volvieron a irrumpir en la conversación pública al calor de la pandemia, esta vez de manera eminentemente positiva, como desarrolladores de la esperada vacuna que pondría fin a los confinamientos forzosos y las restricciones de movilidad. En medio de ese breve espasmo de optimismo, Salem regresaron después de un largo hiato con la mixtape Stay Down, en la que adelantaban el sencillo “Capulets”, un recuerdo de esa breve irrupción del sonido screw-tape sobre una pieza clásica de Prokofiev. Al poco de lanzar Fires in Heaven, un album parcialmente recompuesto con la ayuda del productor californiano Henry Laufer (Shlohmo), Holland entró en prisión para cumplir una sentencia de 30 días en la Grand Traverse County Correctional Facility por cargos que no quiso esclarecer. Mientras tanto, Heather Marlatt reapareció con un post en Instagram donde denunciaba que Holland y Donoghue habían reformado el grupo sin su consentimiento, y exigía a sus ex-compañeros que no silenciasen la contribución de las mujeres al auge del witch house.
Fires in Heaven es un recuerdo generacional que no ofrece cierre o redención, una constatación de que, para la generación adicta que creció entre las promesas de recuperación al calor de 2008, no ha pasado realmente el tiempo. La adicción impone otra temporalidad muy distinta, en la que el lapso de una década se siente como un pequeño despertar antes de la siguiente dosis. Canciones como “Crisis” o “Red River” son la prueba fehaciente de que Salem ya prefiguraba un sonido, una estética y una cosmovisión para la creciente y silenciosa epidemia que ha terminado devorando el país desde dentro: Red river, wash o’er me […] Angels with burning wings, watch o’er me. Curiosamente, en el banco de ese “Red River” o Río Rojo se encuentra la pequeña localidad de Grand Forks en Dakota del Norte, uno de los epicentros de la ola de metanfetaminas que asoló todo el Medio Oeste antes de intensificarse por la introducción de oxicodona, fentanilo y derivados sintéticos del cannabis o spice. La muerte del joven Bailey Henke en 2015 puso en marcha la llamada “Operation Denial” para localizar las redes de distribución de fentanilo por parte de una operación coordinada de la DEA y la comisaría de Grand Forks que llevaría a los investigadores hasta Shanghai y el laboratorio Zaron Bio-Tech (Asia) Ltd. La producción de fentanilo no es ilegal en China, de hecho, tal y como Westhoff (2019) informa, el propio gobierno chino ofrece subsidios y rebajas fiscales a las farmacéuticas que manufacturan este tipo de narcóticos, por lo que no es extraño que las sutilezas del mercado necrocapitalista de la adicción se vean envueltas en la creciente guerra comercial sino-estadounidense. De hecho, el ex-presidente Donald Trump tildó las operaciones de producción de fentanilo y otros opiáceos en 2018 como una tecnología de guerra utilizada por China para “mandarnos esta basura y matar a nuestros compatriotas”. La responsabilidad de la familia Sackler y otras compañías que moldearon la opinión pública norteamericana con respecto a la prescripción liberal de opiáceos ha quedado en este punto ya soterrada en la construcción de un nuevo Telón de Acero asiático. No podemos olvidar que la nueva ola de fentanilo y metanfetaminas se construye sobre una década de adicción, donde el potencial de estas nuevas drogas pasa por la facilidad de su producción y, por tanto, su capacidad para alterar una demanda de consumo ya operativa y muy difícil de desactivar sin obligar a altas capas de población a una desintoxicación forzosa y potencialmente letal.
Salem fue la manifestación desperanzada, autoconsciente y gótica de dicha indefensión, que habita y se recrea en los recovecos más oscuros del vasto archivo digital [4]. La red que teje la prescripción liberal de narcóticos con la vida en comunidades empobrecidas del Rust Belt o las antiguas minas de carbón de los montes Apalaches (en toda su liminalidad racial), con la pérdida del “destino manifiesto” y el nihilismo resultante está fuertemente entrelazada con la propuesta estética de Salem, y no se entiende sin atender a estos elementos que, en conjunto, definen nuestro presente. Por ejemplo, en “Crisis”, la sintomatología de una nación que ha perdido su propósito queda patente desde el principio al abrir con el un sample de una mujer buscando la redención en lo que parece una acceso de desesperación narcótica: stop, it was a mistake! (were you high on drugs?) no I – um – it was a prescription – it was a mistake! Emilie Friedlander escribe para Dazed sobre la “atracción complicada” de una banda que, tras la recesión de 2008, supo conectar con los sentimientos de pérdida, horizontes difusos de una existencia letárgica o una muerte a la espera que, sin embargo, nunca llega.
En pleno 2020, Fires in Heaven irrumpió como recuerdo vivo de que el nuevo papel salvífico de la industria farmacéutica sin duda ayudará a desembolsar cualquier atisbo de responsabilidad ética sobre una adicción colectiva buscada. Carrie Battan (2020) escribía para el New Yorker que “ver las cosas en retrospectiva ha traído muy poca claridad en el caso de Salem”, e insiste en su calidad de instantánea de una vida absurda que se vive frente al vacío. Honestamente, tengo que discrepar. Se espera que las muertes por consumo y sobredosis de opiáceos incrementen hasta un 147% para 2025. Salem no fue una captura de pantalla, sino la profecía sónica y vivencial de una auténtica contracorriente, una versión retorcida y negativa del destino manifiesto que se abría paso y que hoy domina la industria. Salem fue, ante todo, una profecía autocumplida.
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[1] Este texto irá ampliándose con nuevas lecturas para constituir un primer ensayo largo. Por ello, no se incluye aún una lista bibliográfica.
[2] En concreto, Pfizer, Purdue, Janssen, Endo International, Freda, Insys Therapeutics, Cephalon, Teva, Cinda International, Zogenix, Reckitt Benckiser y 9W Pharmaceutical Technology Ltd.
[3] ] Los orígenes de la imagen “estigmatípica” del white trash como categoría diferencial pueden trazarse hasta aquellos lugares comunes del imaginario aporofóbico inglés replicado en sus colonias: el pobre como vago, inmoral, potencialmente criminal, not white enough. Desde los diarios de William Byrd II que nos refieren a los “lubbers” y “crackers”, hasta la campaña por la eliminación de uncinariasis en el Sur durante la era progresista para curar a los blancos de la degeneración, el blanco empobrecido rural es un ente que habita la liminalidad de las jerarquías raciales.
[4] Cuentas como @crisis.acting, frecuentemente compartida por el propio Donoghue, representan muy bien un ejercicio estético análogo, de compilación y comisariado de las imágenes más sórdidas que nos ofrece un mundo desesperanzado a través de su archivo visual: cadenas asiáticas de producción, escenas de mass surveillance (imitadas en el videoclip de “Red River”), fuegos forestales y gigantescas taladradoras que diezman la biodiversidad. La cuenta consiste en pequeños clips de situaciones descontextualizadas que tratan de transmitir una sensación de apocalipsis irreversible e inminente.