Notas sobre el posibilismo, el realismo político y el cálculo de posibilidades, desde una desafección millenial (ii)
En estas notas me centro en el tercer punto del texto anterior sobre el posibilismo: las visiones de un milenarismo político, como indicador de un marco de actuación y unos mecanismos de convencimiento que se presentan, a su vez, como unitarios, incontestables (e ineficaces).
A modo de reflexión inicial, el Apocalipsis de Juan o el Libro de las revelaciones siempre ha tratado de presentarse como un texto más opaco y simbólico de lo que realmente es, sobre todo a partir de los siglos III-IV, cuando interesó reorientar el sentido del escrito. En los términos de la historiografía secular, el Apocalipsis fue la respuesta que los cristianos del círculo joánico de Patmos dieron a las primeras proscripciones de Claudio y las persecuciones de Nerón, esto es, la creación de una Iglesia militante en oposición al Imperio, la gran Babilonia y sus emperadores, los anticristos. Se sientan así las bases de su martirología jerárquica y los marcadores sígnicos de su primera constitución política, su primer cierre de filas, si quiere decirse así. La parusía no se ha producido, la presentación inicial del cristianismo como una «buena nueva», una noticia del establecimiento inminente del reino de Dios en este mundo y para esta generación, ha chocado fuertemente con el poder político romano, y es entonces cuando, en contraposición a la predicación sinóptica o paulina, se vuelve a echar mano de un gesto más propio de la tradición legislativa y escatológica del Antiguo Testamento y del Libro de Daniel, del Dios que aún no es Dios del amor, sino monarca y juez incorruptible de su pueblo. Se trata de mantener la inminencia de la “buena nueva” desde su polo negativo, hacia un restablecimiento de la justicia que va a darse no en este mundo y este tiempo descoyuntado, sino en un mundo trascendente que sirve de cohesión cuando la propia supervivencia de la comunidad de fieles se ve amenazada. No es de extrañar que el Commentarium in Apocalipsyn del Beato de Liébana, la matriz de casi toda la iconografía apocalíptica en el alto medievo por sus numerosísimas copias ilustradas, fuese el producto de la frontera territorial con el Islam peninsular en la segunda mitad del s. VIII. ¿Para qué volver sobre todo esto? Para constatar que el Apocalipsis no es sólo una escatología o una visión del fin de los tiempos, sino también una constitución política militante en un momento en el que se jugaba la propia supervivencia. Toda escatología es, de alguna manera, una constitución política.
Vivimos tiempos marcados por una conciencia escatológica, visiones de un fin climático y civilizatorio, de los proyectos de Ilustración, emancipación y agencia para con nuestras condiciones de vida, de la propia supervivencia de las sociedades (todo lo desiguales, imperfectas y fracasadas que queramos), que van cediendo paso a escenarios autocráticos y nihilistas. Sálvese quien pueda. Behemoth climático y libertad privativa. Para complicarlo todo aún más, es la propia idea de racionalidad política, la cultura que posibilita sus mecanismos deliberativos y las propias garantías sociales, lo que está en juego. Todo ello redobla, sin lugar a dudas, un sentido de urgencia de primerísimo orden que no admite demasiado margen de error o demoras en todo programa de izquierdas que quiera decirse acorde a los desafíos de este siglo.
Hablando ahora en millennial finisecular. ¿Te suena todo esto? Claro que te suena, es lo que llevas escuchando toda tu vida, desde que viviste el desplome financiero de 2008 durante tu más tierna adolescencia hasta el momento presente, casi en nuestro término medio vital. ¿Quién te lo comunica? ¿Y desde qué subjetividad? La primera pregunta que suscita anunciar el fin de los tiempos a la vez que un programa único de contención es, precisamente, por qué la urgencia de actuar no está logrando la adhesión fuerte que debería. El apocalipticismo secular, como el bíblico, divide el tiempo en dos (trascendente e intrascendente) y llama a la urgencia de actuar según un programa concreto que, de no realizarse, supone el desencadenamiento de horrores inimaginables. A cada paso que se aleja del cumplimiento establecido, los horrores se multiplicarán y agudizarán. Poco a poco se va instalando la idea de la inevitabilidad, pues los campos de diagnóstico y aplicación están cruzados por una brecha insalvable que impone un cálculo a la baja. ¿Por qué se insiste entonces, una y otra vez, desde retóricas cada vez más desesperadas y desesperantes, en esta forma de movilizar los afectos políticos? Para una generación en la que el fin de los tiempos no es una «nueva» sino un suelo, sólo consigue hacer de nuestra existencia algo un poco más miserable, a la vez que nos desagencia por completo.
Se nos dice que matizar esta segunda cuestión (la de una comunicación de afectos con potencial de movilización) que creemos fundamental para combatir la abstención y la apatía crecientes en la época del déficit atencional, es ser parte de esa trituradora descivilizatoria, ser cómplice y partícipe de un asalto coordinado a la racionalidad. Si matizamos, sometemos a juicio y calibre la comunicación política de un estado de cosas, es porque creemos, de hecho y firmemente, en ese estado de cosas, y en el desafío histórico que ello nos plantea. Dar gato por liebre ahí es un movimiento fruto de la desesperación que termina impregnando toda esta retórica de flagelante, con una vehemencia que despacha sus aspectos más problemáticos y abiertos. Estos, tarde o temprano, siempre vuelven para atormentarnos.
Recuerdo las críticas que leía en torno al «colapsismo» (representado en España por Antonio Turiel, Juan Bordera y otros colaboradores de la revista 15–15–15), una subespecie escatológica del discurso ecologista que fetichiza los puntos de no retorno en la crisis energética global como catalizadores de acción y cambio que se siguen de forma inevitable: el peak oil, los fenómenos climáticos extremos o las noticias sobre desabastecimiento. La insistencia en lemas como «no hay tiempo» o «todo normal y todo correcto», más que comunicar una urgencia, consiguen instalar la idea de inevitabilidad y desagenciarnos aún más del proceso. Una de las críticas más sonadas a esta posición es la de que la inevitabilidad no garantiza las transformaciones en un sentido positivo, sino que pavimenta el camino para una gestión desigual de los costes sociales del cambio climático. Si tenemos esto tan claro en el campo del diagnóstico, ¿por qué seguimos creyendo que, a la hora de diseñar estrategias comunicativas, se puede intervenir con urgencia desde coordenadas similares? ¿En qué reconecta con una mermada capacidad de agencia insistirnos en que todo va a ir a peor? ¿En qué, exactamente, consigue movilizarme toda esta insistencia en el fin de los tiempos?
El abismo entre las oportunidades, las vías hacia la estabilidad y la capacidad de intervención en el espacio público y, sobre todo, moldeamiento de la realidad que habitamos es, simple y llanamente, insalvable en el salto de la generación inmediatamente posterior a la nuestra. Sirva como ejemplo que las protestas en Francia, desencadenadas por el retraso de la edad de jubilación, no ha provocado efectos visibles en suelo español, por muchas lecturas en clave de reenactment del Mayo francés que quieran hacerse desde las tribunas. Hacia abajo, todo es bregar, algo que la prensa trata constantemente de reconducir con toneladas de significantes nómadas, libres y wanderlusts. Como última generación que no ha asistido a la reproducción de su propia clase, tenemos tan interiorizado que no vamos a cotizar lo suficiente como para poder cobrar una pensión, que ni siquiera nos importa que estén siendo frecuentemente recortadas. Recuerdo cuando se criticó el discurso nostálgico-fascistizante de Ana Iris Simón ante Pedro Sánchez como una fetichización de los momentos expansivos del capital. De entre todas las cosas criticables de su discurso (por ejemplo, su propia viabilidad en un mundo que no admite regresos), se eligió probablemente la menos acertada para una población joven que ha asistido al desmantelamiento acelerado de sus garantías mínimas de subsistencia, de ahí que dichos discursos no hayan podido desactivarse del todo.
Volviendo a la reflexión inicial, el Apocalipsis ni siquiera fue una constitución política acertada, pues no fue exitosa en su táctica de oposición frontal al Imperio. El cristianismo triunfó en la medida que supo dotar al Imperio de mecanismos educativos e ideológicos, en tanto que cualquier oposición directa al poder romano hubiera acelerado su extinción. La escatología política, la eterna amenaza de un reino de las tinieblas, no es una comunicación política efectiva o afectiva más que en su versión más replegada e inoperante. La pregunta que urge hacerse es: ¿qué se nos ofrece, colectivamente, además de la convicción moral de unos y las acusaciones de mala conciencia de otros, en este juego retórico de poner la participación “contra la espada y la pared”? La comunicación no está siendo efectiva, ni afectiva, ni invita a más que un utilitarismo cabizbajo para darnos a elegir entre mal y peor. En esa tesitura, la tentación de búsquedas despolitizadas de atisbos mínimos de alegría es muy, muy fuerte.