Muerte de un obeso mórbido. Reseña de The Whale (Darren Aronofsky, 2022)

srsry
8 min readApr 9, 2023

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Brendan Fraser en The Whale

Voy a abrir esta reseña reconociendo sin tapujos que The Whale (Darren Aronofsky, 2022) me conmovió, pero no lo sentí como una purgación de las emociones a través de los movimientos catárticos de la película, sino como una reacción inesperada ante un sutil chantaje emocional. Sabemos que la tecnología fílmica estadounidense tiene un siglo de perfeccionamiento a sus espaldas, tanto como para haber pulido hasta lo imperceptible las herramientas de turbo-manipulación de las emociones del espectador, pero las cartas de Aronofsky en The Whale son mucho más visibles. The Whale responde a la tradición específica en la que se inscribe la obra original de Samuel D. Hunter, la tragedia del hombre común, que quedó definida a mediados del s. XX en Muerte de un viajante (1949) de Arthur Miller. La tragedia específicamente norteamericana que definió Miller siempre gira en torno a las horas finales de un personaje varado entre el peso muerto de su propia historia personal, el mundo ilusorio en el que decide vivir y ese cóctel entre aturdimiento y nostalgia propio de la tediosa vida suburbana de gran parte de la población del país. Willy Loman y Blanche DuBois son casos paradigmáticos en los que la pompa de jabón del mundo ilusorio en el que se han refugiado estalla al chocar contra la cruda y hostil realidad, propiciando una caída que se salda siempre con la muerte o el internamiento. El propio Miller delineó el programa de esta nueva tragedia en su “Tragedy and the Common Man”, publicado para el New York Times (27 de febrero, 1949), estratégicamente poco después del estreno de su obra. En dicho ensayo, Miller separaba el pathos de la tragedia a través de una remota posibilidad de salvación que asegura la empatía con el personaje, pero que, bien por orgullo, bien por “heroísmo” frente al destino (el tragic flaw), es incapaz de obtenerla, aunque deseamos por un breve momento que así hubiese sido.

En este caso, asistimos a la autodestrucción de Charlie (Brendan Fraser), un profesor de literatura que ofrece sus clases telemáticas sin encender su cámara. Comprendemos rápidamente que Charlie vive una vida recluida y lastrada por una obesidad mórbida que ha entrado ya en fase terminal. Se nos dice que Charlie ha llenado con atracones hipercalóricos el vacío que dejó el suicidio de Alan, la pareja por la que abandonó a su exmujer, Mary (Samantha Morton). Se nos dice también que Charlie siempre fue de constitución ancha, pero nunca se había dejado ir tanto hasta ese preciso momento. Charlie ha tenido varios amagos de infarto, y la película nos lo muestra desde la primera escena, cuando es sorprendido masturbándose por Thomas (Ty Simpkins), un misionero de una secta evangélica llamada New Life (mormón, en la versión teatral de Hunter) en la que también estaba metido Alan, y cuyas prédicas sobre el fin de los tiempos propiciaron la crisis existencial que le llevó al suicidio. Charlie es asistido por Liz (Hong Chau), su cuidadora personal y hermana de Alan, quien le insiste en ir al hospital y reprende violentamente al misionero, ejerciendo un ambiguo rol entre protectora territorial y ángel de la muerte. Cuando Charlie es consciente de que su presión sanguínea indica un paro cardíaco inminente, decide retomar el contacto con su hija adolescente, la sociópata Ellie (Sadie Sink), a la que trata de sobornar como medio de compensación a ocho años de abandono. Las horas finales de Charlie pasan por esa búsqueda de redención por haber roto su propia familia para estar con Alan, en los que distintos conceptos de “salvación”, tanto en la otra vida como en ésta, se ponen sobre la mesa por parte de los distintos personajes hasta culminar, mediante los ya trillados crescendos visuales de terror psicológico de Aronofsky que logró sobresaturar en Mother! (2017), en una comilona compulsiva que propicia su muerte y “trascendencia”. Tras enfrentarse precipitadamente al “elefante en la habitación” que es su mujer, Charlie intenta un último acto de disculpa con Ellie, quien le lee un ensayo sobre Moby-Dick que escribió para la escuela y al que Charlie recurre desesperadamente cada vez que vuelven los episodios cardíacos: “cuando más triste me sentí fue cuando leí todos esos aburridos capítulos que eran tan sólo descripciones de ballenas, porque sabía que el autor estaba tratando de salvarnos de su propia historia triste, tan sólo por un momento”

Shuler Hensley interpretando a Charlie en la versión teatral de Hunter

Si en Hunter, la obesidad de Charlie es tratada como una “exteriorización de su sufrimiento” (metáfora bastante burda, en mi opinión), hay toda una serie de variables que tambalean esa lectura en la gran pantalla, empezando por el aprovechamiento del sonado cambio físico del propio Fraser, asistido por un publicitado traje prostético y todo un debate en torno a la visibilidad de quienes sufren de desordenes alimenticios y la exclusión social que conlleva. Se nos dice continuamente que la enfermedad de Charlie es consecuencia directa de la pérdida del amor de su vida y de las difíciles decisiones que tuvo que tomar para poder ser feliz junto a Alan, que es, en última instancia, Charlie quien ha decidido emprender ese camino, y ahí es donde empezamos a ver como los parámetros de la tragedia del hombre común también han alcanzado su propio término. The Whale (2022) es la imposición de sentido narrativo a un país que sufre de una enfermedad ya estructural, cuya prevalencia justo antes de la pandemia (tiempo en el que se sitúa la acción) rondaba en torno al 41,7% según la National Health and Nutrition Examination Survey, en medio de toda una red de franquicias, PR, reparto a domicilio on-demand y otras culturas del consumo que posibilitan la obesidad en tanto epidemia, en tanto enfermedad social, de un modo análogo a cómo la prescripción liberal de opioides se ha convertido también en otro de los grandes signos del malestar en la cultura norteamericana. No deja de resultarme curioso que este aspecto del consumo impersonal sea el que representa Dan (Sathya Sridharan), el ausente repartidor de pizza, quien sólo aparece en pantalla para salir corriendo, asqueado tras observar por primera vez el aspecto abotargado y agónico de Charlie.

Al igual que en la Muerte de un viajante, existen ventanas pequeñas que apuntan a las raíces políticas del asunto, ventanas que la obra de Hunter/Aronofsky no sabe gestionar al tratar de recapturarlas, en la más estricta observancia de su tradición, como una cuestión de hybris, de orgullo trágico. Charlie decide no ir al hospital, Willy Loman decide, por orgullo, no aceptar el puesto que le ofrece su vecino Charley. Hay un comentario velado en la obra de Miller sobre cómo las fuerzas productivas generan la obsolescencia que sufre el propio viajante, que como su propia nevera, está en una carrera constante con el vertedero, pero, en última instancia, Miller sitúa el efecto catártico en el hecho de que el personaje pudo haberse salvado si así lo hubiese querido, si hubiese aceptado el puesto que su vecino Charley le ofrece. Las causas estructurales pasan rápidamente a un segundo plano, si no es que desparecen directamente de la ecuación. En The Whale siempre queda clara la vaga posibilidad de ir al hospital, algo en lo que Liz insiste constantemente, pero sabemos también que ese dinero ha sido legado a su hija en un acto final de retribución así entendida, y que, de todas maneras, poco podrían hacer cuando una enorme costra de grasa se ha vuelto ya marrón y el personaje lleva ya horas enchufado a un respirador. ¿Dónde está la posibilidad de salvación de Charlie? ¿En aceptar que Nuestro Señor, Dei gratia, le cure de su homosexualidad y le confiera un nuevo cuerpo en el cielo? ¿En que su hija y su mujer le perdonen por haber roto su familia? ¿En ser internado, legando la mitad de sus ahorros en una dudosa operación que alargue un poco más su agonía? En The Whale todas las cartas están echadas, y nada parece apuntar a un sistema de consumo que posibilita y fomenta refugios patológicos, en una causa social última, porque ésta se resiste a hacer aparición en el mecanismo de Miller. Y aquí es donde, inevitablemente, vuelvo a los años del grado en los que estudiamos Muerte de un viajante, y a los que el visionado de The Whale me retrotrajo.

El “no-turning point” de The Whale

En un ensayo titulado “Capitalist America in Arthur Miller’s Death of a Salesman: A Reconsideration”, de obligado estudio durante el curso, los profesores Guijarro-González y Espejo Romero trataban de convencernos de que, contrarias a las lecturas que mantenían ese flirteo juvenil de Miller con el marxismo, si un escritor quisiera condenar un sistema concreto, no se detendría en mostrarnos ejemplos de personas buenas y decentes que viven felizmente dentro del mismo, a modo de contraste entre Loman y Charley. Como parte de las lecturas obligatorias, habíamos de recurrir a “Tragedy and the Common Man” para repetir, en un programa fuertemente ideologizado, que Muerte del viajante no admitía lecturas anticapitalistas porque, dentro del destino trágico de Loman, vislumbramos siempre una pequeña posibilidad de salvación, y que precisamente el efecto catártico de la obra venía de esa misma idea: de ahí, “nobody dast blame this man”. Contrariamente a la idea de Hunter de representar la obesidad mórbida como una exterioridad absoluta del sufrimiento de Charlie, creo que ese factor admite otras lecturas que son, precisamente, las que hacen tambalear todo el edificio sobre el que descansa la tragedia del hombre común. ¿Dónde está la posibilidad de una catarsis, cuando lo que esa obesidad indica es justo el punto de no-retorno, el término de toda posibilidad de revertir la situación trágica, la más absoluta inevitabilidad en el resultado? Algo que nuestros profesores no nos explicaron es qué ocurre, dentro de ese mecanismo, con todos esos personajes para los que no se vislumbra posibilidad alguna de salvación, para los que todos los caminos están ya cerrados, que en la clasificación de Miller caerían dentro de lo patético, del pathos que no suscita una purgación de las pasiones porque no permite ese mecanismo de captura. Finalmente, no sé si la llantina fue por ser plenamente consciente de esta operación (¿pérdida de la inocencia espectadora?), por el estado del mundo, por los recuerdos de esos años (en los que, como rechazo ideológico a la sola idea de las causas estructurales, Espejo Romero decidió mover la fecha del examen para hacerla coincidente con las protestas estudiantiles del 15M), o por el poder puramente visual de un Brendan Fraser inflado, inundando la pantalla de lágrimas con esos poderosos ojos azules mirando a cámara, como una llantina “tecnológicamente inducida”.

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