Mejor confrontarlas. Sobre “Resistir las pasiones tristes como práctica política” de José Pérez de Lama, “osfa” (El Topo Tabernario, n. 60).

srsry
7 min readOct 17, 2023

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Fotograma de “All Watched Over by Machines of Loving Grace”. (Adam Curtis, 2011)

Quisiera entablar diálogo con esta interesante reflexión de José Pérez de Lama, “osfa”, recientemente publicada en El Topo Tabernario (n. 60) y cuyo título reza: “Resistir las pasiones tristes como práctica política”. Quisiera hacerlo en el marco de un creciente desencuentro con los límites del pragmatismo político que exploré en una nota anterior, por lo que, de manera inevitable, esta reflexión contendrá líneas de fuga hacia el exterior del texto del que parte.

En primer lugar, quisiera preguntarme si la tristeza (tantas veces confundida con esa premisa que hace del distanciamiento irónico condición sine qua non de la subjetividad contemporánea) es o no fruto de una producción lipipolítica, como aquí se afirma. Es decir, en última instancia pongo en duda que la pervivencia del derrotismo y la desazón sean íntegramente reductibles al efecto de un dispositivo de control. Sobra decir que los índices de ansiedad, depresión y suicidio (si queremos relacionarlos con las “pasiones tristes”) van en aumento y correlacionan fácilmente con el modelo liberal-capitalista de deslocalización, desmantelamiento de formas comunales de vida, precarización y desagenciamiento político y sindical. Lo que se cuestiona no es eso, sino su conceptualización como técnica de gobierno que requiera de prácticas de resistencia. En última instancia, una resistencia a una sensación tan mutable y difusamente manifiesta por canales tan mediados se traduce en una autogestión, no siempre menos liberal-capitalista, de sentimientos legítimos de desazón frente al momento histórico de incertidumbre social, política, climática y vivencial que nos ha tocado vivir (esta polycrisis, como la denominan Albert Pinto, Adam Tooze y compañía). Defiendo que es legítimo sentir un desamparo que no me suscita la pregunta de si ha de ser resistido por contraproducente, sino más bien la de qué hacer con él o cómo producir desde él. Decía Morton en Ecología oscura, que la conciencia del cambio climático implica un estadio inicial muy descorazonador, y que no al margen, sino a través de esa espesa capa, es desde donde debemos pensar nuevas formas de metabolismo con el entorno que aseguren nuestra supervivencia futura, y algo así nunca puede ser un proceso “alegre”.

Por otro lado, un vistazo algo más técnico a qué es lo que nos resta agencia nos lleva más hacia la apatía (o “anhedonia”) que a la tristeza en sí misma, en tanto traducible a una creciente desmovilización siempre más intensificada en nuestro campo. El hecho material puro es que si faltan números, falta músculo, si falta músculo faltan consensos y capacidad de actuar sobre ellos, lo cual genera un bucle de descontento y desmovilización consustancial al propio modelo en sí. Defiendo que es legítimo sentir tristeza, y que aún más legítimo es negarse a resistirla para confrontarla desde la altura que nos exige esta época, con suficientes espacios autocríticos como para encauzarla sin convertir todo proyecto de aprendizaje colectivo en unas líneas demarcatorias que nos sitúan a uno y otro lado de quienes “resisten” o “se conforman” en esas pasiones, por ende en el sistema que las produce según este mismo marco. No podemos reducirlas a mera lipipolítica cuando estamos a los albores de lo que muchos científicos y ambientalistas han caracterizado como “uncharted territory” en el terreno climático. No podemos prometer o garantizar que forzarnos en un optimismo, ya de por sí escaso, nos vaya a llevar a un punto mejor, siquiera a una estabilidad precaria, si es que queremos ofrecer, de forma clara y sin medias tintas, una agenda emancipatoria y redistributiva de los costes civilizatorios a los que nos enfrentamos.

Observo que dicha división de campo se da con frecuencia en el pragmatismo político, a saber, la idea de que todo enunciado sobre el campo político que no tome en cuenta las cartas que efectivamente hay sobre la mesa (no las que se espera tener, no las que nos gustaría tener, no las que se tuvieron, sino las que hay disponibles en esa difusa ventana denominada “presente político”) queda fuera de toda discusión seria. Como ya dije en las notas anteriores, el pragmatismo está respondiendo a un cierre de ciclo marcado por una contraofensiva de las derechas globales que obliga a un cierto repliegue prudencial, y a la conformación de bloques históricos, alianzas, coaliciones, etc. por las que no siempre se discurre cómodamente, y a cuyas bases no se les puede exigir una energía renovada de lo que resulta precisamente de un agotamiento de esa misma energía. Resistir las “pasiones tristes” se traduce finalmente en una suma cero, en la que todo discurso que no contribuya a un desplazamiento del bloque antagónico ha se ser cómplice de su triunfo eventual por inacción. ¿Pero están claras las políticas de bloques en un mundo tan mediado por redes de intercambio cuasi-impersonales? ¿Están claros los consensos morales cuando en ellos media el interés y el peso histórico? La disonancia entre la sociedad civil y la tibia respuesta del bloque noratlántico-europeo ante las desproporcionadas represalias israelíes por el ataque de Hamás a colonos de las zonas fronterizas a la Franja de Gaza el pasado 7 de octubre, con la consecuente puesta a punto de un dispositivo genocida y el desencadenamiento de la llamada “guerra del Sucot”, como mínimo debería hacernos conscientes de la necesidad de esos espacios de desánimo al interior del bloque histórico “progresista” (o al menos, comparativamente más progresista que un bloque de derechas y ultraderechas) desde el que nos ha tocado operar (sí, por falta de músculo). Una vez se determinan las necesidades de dicho “presente político”, es lícito hacer cálculos tácticos a largo plazo, pero no podemos soterrar tan rápidamente los descontentos de este presente que nos ha llamado a actuar en primer lugar, sea que estos vayan acumulándose en el cuerpo político y se liberen, de forma violenta, como burbujas potencialmente explosivas. En la siguiente contraofensiva electoral, se requerirán ánimos, lealtades y alineaciones incómodas, que de quedar rápidamente despachadas con un mandato ético a filas, simplemente no acudirán o quedarán instaladas en promesas incumplidas: la derogación de la Mordaza, la toma de responsabilidades sobre Melilla y el despliegue de la tanqueta en las huelgas del metal de Cádiz, el reconocimiento al Estado palestino, la desigual representación territorial y un sinfín de cosas que ahora “no tocan” porque “todo pende de un ténue hilo”.

Finalmente, todas estas notas me llevaron a pensar que la obra cumbre sobre la tristeza en el s. XVII, no fue tanto la Ética de Spinoza (como sabemos, póstumamente publicada y con una recepción algo errática, Index librorum prohibitorum mediante, hasta los primeros idealistas alemanes), sino un tomo ensayístico que la precede en unos cincuenta años. Se trata de la Anatomía de la melancolía (1621) del oxoniensis Robert Burton, o “Demócrito Junior” como gusta de llamarse en el prólogo a su obra. La Anatomía condensa la obsesión de toda una época por aquellas pasiones melancólicas desde esa proto-psicología que comienza a manifestarse cuando la nueva ciencia del movimiento contagia el modelo galénico del desequilibrio humoral, revitalizado por el Examen de ingenios de Huarte de San Juan a finales del s. XVI. Lo interesante es que Burton concluía una extensa introducción a su compendio sugiriendo que, en realidad, nadie a nivel individual o colectivo escapa a su sombra. ¿Qué sentido tendría entonces excepcionalizar algo tan extendido que es ya el punto de partida de toda experiencia humana, frente a una “normalidad” no melancólica que sólo se da como tipo ideal, es decir, fuera de la “historia” natural? Por esta idea se mueve precisamente el último ensayo de Preciado, esa Dysphoria mundi para la que, de nuevo, nos sobran diagnósticos y nos faltan estrategias. Partimos de un mundo significativamente más miserable, más injusto y más desigual que aquel que han habitado generaciones inmediatamente anteriores y, como con Preciado, nos queda la sensación de que el mundo ya no se divide tanto en centros y márgenes como en comunidades de discurso que también van quedando escalonadas. Cuando Preciado nos insta a generar las utopías desde nuestra toma de partido en el lenguaje (“aquí y ahora, sois una Asamblea Constituyente”, etc.), tras exponer un extenso catálogo de libros comprados, temporadas en capitales europeas, amantes y éxitos editoriales, es posible que la gran mayoría de sus lectores sientan otro tipo de disforia más sutil. ¿Qué hacemos? ¿Situarnos en el ataque directo a Preciado, faro crítico en medio de un avispero carcomido de sectas y encantadores, por el abismo vivencial y laboral que nos separa de él? No es la mejor opción táctica, desde luego, pero hay que hacer un cierto sobreesfuerzo para pensar que una marginalidad retórica desde los mayores altavoces editoriales del mundo nos puede llegar a competer, aunque, en efecto, así sea. Nos urge construir mecanismos para canalizar esas disonancias que producen, entre otras cosas, una honda tristeza, antes de que se nos cuele por el sumidero que termina en una existencia basada en un doomscrolling ajeno a la discusión pública y sus pormenores, o en una productividad de esas pasiones llevada hacia el otro campo por algún que otro YouTuber avispado y no carente de agenda que sepa monetizar esos descontentos acumulados.

A veces, echamos en falta que las voces que nos han precedido sean conscientes de que nuestro desánimo no siempre responde a una falta moral, o a la voz de un geniecillo maligno al que haya que resistirse por completo.

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