Los máximos y sus males menores

srsry
6 min readJul 22, 2024

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Libro del Axedrez, dados e tablas (1283)

El contenido propositivo en tiempos hiperpolíticos es algo tan escaso como angostos e irrespirables son sus horizontes: aguantar, mientras el globo se calienta, mientras nos echan de nuestras ciudades, mientras vemos familias enteras rociadas de fósforo blanco en algún scroll, mientras se normalizan las llamadas a filas y se integra a la ultraderecha en los aparatos institucionales europeos. Los agentes a la izquierda del socio de gobierno, es decir, el centro–izquierda en términos supranacionales, no han sabido navegar los límites naturales de estos tiempos descoyuntados y han sucumbido a su propia incapacidad para que nuestras demandas sean siquiera tenidas en cuenta. A día de hoy, sirven para poco más que desilusionar a sus votantes y subsistir como las plataformas personales de algunos cuadros medios. Hoy día no hay partido, sólo hay náufragos, a uno y otro lado de una naviera semihundida, mientras se elige loar o condenar pequeñas e insuficientes bocanadas de oxígeno como la victoria de Keir Starmer, del NFP francés, la ruptura de los pactos autonómicos de Vox o que los ánimos de Sánchez no hayan sucumbido ante el último envite judicial. La hiperpolitica demanda una elección rápida antes que un análisis sosegado del momento que, trágicamente, ya ha acontecido para cuando tenemos algo que roce el veredicto. Nuestra lentitud no implica que se haya dejado de lado toda capacidad analítica, si acaso, se utiliza para limar las impurezas que tensan el esquema elegido.

Hoy día, en este eterno retorno que es Vistalegre II (quizá haya que empezar a denominarlo Vistalegre 2.0, 2.1, y así sucesivamente), la fractura está precisamente relacionada con la línea que separa nuestras voluntades y disposiciones. Si el mundo está irremediablemente roto, y nosotras con él, lo que se elige a uno y a otro lado no es más que una épica blanca y otra negra de este mundo hecho añicos. Ambas quieren atribuirse el color de su elección. A efectos prácticos, esto no va más allá de elegir entre una retórica de la suficiencia y de la insuficiencia radicales, y ninguna está carente de problemas y continuas necesidades de reajuste. En tiempos hiperpolíticos, todos los esquemas están tensados como pieles colgadas en un bastidor, y son muy frágiles al tacto, pero sobre todo, ninguna resiste a un contacto directo con el principio de realidad. Como en el signo del taijitu, cada una contiene los peores vicios de la otra. Una no sabe actuar, la otra no sabe mover a la acción.

Dándole la vuelta a una acusación frecuente, no andamos faltos de épica cuando nos conformamos con alegrías mínimas que requieren un alto nivel de contorsionismo moral. Todo tratadista político, desde Aristóteles a Hobbes, pasando por Clausewitz hasta Schmitt, ha chocado con el muro de la incompletitud al querer hacer de la política una aritmética de los valores morales, no digamos ya una ciencia. Si esto obedeciese alguna vez a principios racionales, la irrupción de SALF debería ser vista como algo parecido a un agujero de gusano.

Si en este cálculo aritmético pretendemos erigir faros morales entre los escombros, o referentes de quienes atesoran la sutil virtud de financiar a plazos más espaciados el exterminio de un pueblo, debiéramos quizá tener en cuenta el salto de fe masivo que algo así requiere. Cuando el único argumento que puede ofrecerse a favor es un contrafactual (“esto podría ser 100 veces peor”), nos damos de bruces con la incompletitud cuando no tiene el efecto retórico deseado. Nos desesperamos, por más cierto que pueda ser, pues pocos años atrás hay que remontarse (en concreto al tándem Trump–Kushner), para comprobar que, de hecho, así ha sido. Tenemos derecho a afirmar que la presidencia Biden–Harris ha sido un avance sin precedentes en materia climática y sindical, por supuesto transitando el objetivo de mantener los equilibrios entre los primeros beneficiarios un modelo de por sí insostenible, pero ha sido un absoluto retroceso en relación a las expectativas puestas en la coyuntura que los llevó al poder. Mucho peor, ha sido un retroceso en dignidad humana para Oriente Medio.

No se puede hacer política con contrafactuales o mundos posibles cuando hace 4 años, en medio de la primera pandemia que el mundo globalizado ha conocido, quedó demostrado que ni siquiera nuestra propia supervivencia ha sido principio de razón suficiente. Las protestas en los campus universitarios, los negocios necrocapitalistas del establishment Demócrata y el poco disimulado y viejo conocido filosionismo de Biden han tensado hasta límites intolerables el esquema de su baza electoral, de la alternativa civilizatoria ante la barbarie negacionista. “Dos casas semiderruidas sobre una montaña de cadáveres siempre van a ser mejor que una” es una pésima receta de cohesión de ánimos y voluntades, en cuanto que implica poner el foco en nuestra capacidad de resiliencia, en lugar de ensanchar nuestra disposición para presionar, amenazar y aquijonear ante algo tan difícilmente reducible a la aritmética moral como un genocidio.

Aquí en casa podemos decir lo propio de las declaraciones de nuestra Ministra de Vivienda multipropieraria, de las loas del mamporrero de Óscar Puente al fondo Blackstone, de la barra libre concedida al sector transexcluyente del Partido Socialista, del dudoso reparto de fuerzas autonómicas con las que el Gobierno quiere asegurar sus apoyos, de las múltiples promesas incumplidas de regeneración y de toda una estrategia comunicativa infantilizante basada en el “vamos a” y en el “hay que”. No hablar alto de todas estas cosas, por si las moscas, no es otra cosa que un chantaje intolerable cuando en 10 años hemos triplicado el sobresueldo que le regalamos a los rentistas de este país, cuando no somos aldea gala o excepción alguna a los problemas estructurales de las democracias europeas, cuando se han ganado unas elecciones por los pelos, y los apoyos a la izquierda que pueden revalidar los siguientes comicios han terminado por implosionar. Si razonamos estrictamente con números, ¿contra qué peligros se cree esta gente que estamos votando exactamente? ¿Qué les diferencia de la amenaza que dicen tenemos enfrente?

Aún más, ¿cuándo no ha existido un peligro existencial para la democracia? ¿En qué momento de la Historia no ha pendido todo de un hilo? El estado de excepción es una posición tan cómoda e inoperante como la que plesbicita todo avance mínimo en el campo institucional qua institucional y nada más. Hay una sutil diferencia entre claudicar ante toda acción que pase por las instituciones, en tanto siempre insuficientes y corruptibles, y que toda mínima presión ejercida sobre ellas y sus lógicas sea percibida como un riesgo existencial para el mantenimiento de mínimos civilizatorios. Se nos dice que hemos levantado un dique de contención ante el aluvión ultraderechista que tenemos enfrente, y que sólo nuestra disposición puede mantenerlo en pie, pero el agua se nos va colando entre los agujeros (a algunas les llega ya hasta el cuello, a otras sólo hasta las rodillas). Se nos dice que si levantamos las manos para taponarlos se nos vencerá encima. Hoy la fractura parece estar entre quien elige obviar de la ecuación lo que tiene enfrente y quien elige hacer lo propio con lo que tiene detrás.

En el mundo de las voluntades humanas entrecruzadas, la explicación más sencilla no siempre suele ser la más plausible. Puede que tenga más sentido un tetralemma. Por poner un ejemplo, me gustaría poder decir que la posición del Gobierno con respecto al reconocimiento del Estado palestino es valiente y necesaria en relación a la poco favorable coyuntura global, a la vez que profundamente hipócrita e insuficiente. Me gustaría poder señalar que el rastreo de las fugas de capital hacia el Estado sionista es algo tan complejo de monitorizar dentro de las redes financieras globales (como lo fue el asunto de Gazprom, para el que tampoco hemos de remontarnos tan atrás) que no siempre pueden ser capturadas, pero que ello tampoco nos exime ni nos absuelve de la tarea de presionar con toda nuestra rabia para que ni un sólo céntimo del contribuyente y ni un sólo barco atracado en puertos españoles parta hacia Tel Aviv. Me gustaría poder llamar al voto útil, como defensa adamantina de los derechos de mis amigas más susceptibles de ser las primeras pisoteadas por una derecha desacomplejada, sin caricaturizar toda tentativa de autoorganización al márgen de un ciclo electoralista que se agota con cada vuelta, mucho menos ridiculizar a quienes se forman en textos marxistas o anarquistas con psicología barata. Me gustaría poder decir todo esto sin hacer una caricatura o un borrado de lo que no quepa en mis esquemas, porque el mundo de las voluntades humanas entrecruzadas es lo suficientemente complejo como para que los contrarios sean necesariamente ciertos al margen de la retórica de la suficiencia y la insuficiencia radicales. Nos movemos en círculos entre los máximos y sus males menores, como en un tambor de lavadora que emite vapores irrespirables. La gran ganadora de esta contienda absurda puede que sea, de nuevo, la indiferencia.

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