Este texto se publicará próximamente en versión reducida en el n. 8 de El Vivero Cultural.
Demasiadas cosas hemos ignorado desde que nuestro notario de Casares y Padre de la Patria escribiese sobre las miradas sombrías y hambrientas de los jornaleros en 1916, “la base del pueblo, en un país como Andalucía, esencialmente agricultor” (“El jornalero andaluz”. Revista Andalucía. núm 4. 1916). Podríamos trazar una línea causal, como se ha hecho tantas veces, de las dinámicas históricas que condicionan el hecho identitario hacia el modelo de repoblación militarizada de los territorios conquistados por la corona castellana entre 1247–1492. El desarrollo de las relaciones sociales en torno a la propiedad, el reparto de los papeles productivos del Estado en su fase constitutiva a lo largo de los ss. XVIII y XIX, y los déficits estructurales heredados explican, en buena medida, la concentración del trabajo asalariado de la tierra en Andalucía, cuyos matices son prácticamente inagotables. Es en el campo mirado a través del Ateneo donde, podría decirse, se codifica el hecho estético y diferencial andaluz, en esa característica tensión entre pueblo y clase que atraviesa toda afirmación de nuestra identidad.
Como es consabido, los disturbios y las movilizaciones jornaleras constantes durante toda la Guerra Civil, el franquismo y la Transición han sido constitutivas de la identidad que se fragua al calor de las mismas, y que el antropólogo Isidoro Moreno trato de acotar como “culturas del trabajo”. Acercándonos algo más a la historia presente, las movilizaciones jornaleras de 1976–79 adquirieron un cariz político-identitario al presentar como núcleo la exigencia de tierra, trabajo, el retorno de los emigrados y el autogobierno. Carlos Arenas (Lo andaluz. Historia de un hecho diferencial, 2022) explica que el peso histórico de la Reforma Agraria y el reparto de tierras como demandas seculares del campo andaluz fue finalmente transformado, paralelamente a la ratificación del Estado de las Autonomías, desde una modernización redistributiva hacia una modernización productiva por parte del empresariado local. Pequeñas concesiones como la aprobación de la Ley de Reforma Agraria y la creación del Instituto Andaluz de Reforma Agraria, con el encargo de adquirir tierras para reconversión en regadío y reparto entre sus trabajadores organizados en cooperativas, ocultaban los verdaderos intereses de la oligarquía andaluza en el tránsito hacia la democracia, algo que Martínez Alier (“La actualidad de la reforma agraria”, Agricultura y sociedad, n. 7, 1978) ya señalaba entonces como un cambio en la forma de legitimar la propiedad latifundista desde el discurso de la optimización y el aprovechamiento.
Se contabilizaban unos 420.000 trabajadores del campo en el momento en el que Pepe Aumente escribe La cuestión nacional andaluza y los intereses de clase (1978), coincidente con la fundación del Sindicato de Obreros del Campo (SOC) en Antequera (1976) y previo al desmantelamiento del tejido productivo a nivel estatal con los sucesivos gobiernos de Felipe González en el Ejecutivo, y Rafael Escuredo (hasta 1984) y José Rodríguez de la Borbolla (hasta 1990) en la Junta. Félix Talego Vázquez (“Sobre el nombre y el quién de los jornaleros andaluces”, TRABAJO, n. 3, 1997) afirmaba que las denominaciones de bracero y jornalero hacían especial incidencia en el carácter eventual de su posición en la cadena productiva rural, pero señala la novedad histórica de esa autoafirmación positiva como jornaleros en los tiempos de las movilizaciones de los sindicatos del campo. Como ya sabemos, las políticas de desregulación del PSOE afectaron parcialmente a nuestro modelo productivo en tanto apuesta por el empleo público tutelado por el partido y la explotación turística masiva, intensificada por el cambio de orientación en el Ejecutivo andaluz a partir de 2018. Sin embargo, Andalucía siguió siendo un territorio clave para el sector primario, sin desarrollo industrial propio más allá de los polos químicos y la extracción minera que acumuló no pocos desastres ecológicos y en los que, como apuntan Pepe Luna y Florencio Ramírez (“La cuestión nacional andaluza, una gran desconocida”, Viento Sur, n. 153, 2017), todo el capital producido en esas operaciones extractivas se derivó hacia Europa. Esta fue la ola de movilizaciones y ocupaciones de fincas en la que se desarrolla gran parte de la mitología del campo andaluz que hemos heredado desde posiciones que, como señaló Jesús Jurado (La generación del mollete, 2022), elaboraron “un relato de la autonomía como traición a los intereses del pueblo trabajador andaluz”.
Hoy por hoy, asistimos a un relevo generacional en el que, según los datos del Censo Agrario 2020, 4 de cada 10 agricultores tienen más de 65 años, ocupándose de explotaciones de menor dimensión, mientras que los jóvenes tienden a integrarse en sociedades mercantiles y grandes explotaciones agrícolas. Lo curioso es que, según ese mismo censo, la reducción en las explotaciones se extiende a todo el ámbito nacional, una tendencia que quedó recogida por Sergio del Molino en su conocido ensayo La España vacía (2016) y que precedió a las movilizaciones del año 2019 junto a la inscripción de la plataforma España Vaciada como partido en 2021. Esta tendencia parecería no afectar demasiado al campo andaluz, en el cual se presencia un aumento de un 10,2% en las explotaciones con respecto al censo realizado para la campaña de 2009, con un notable aumento de un 7,9% en la superficie agrícola total. A simple vista parecería que la situación del campo mejora, pero uno de los datos que la nota divulgativa de la Junta de Andalucía ocultó, entre tantos índices ascendentes, es que ese aumento de las explotaciones iba parejo a una concentración cada vez mayor de la propiedad. Según Olivia Carballar (“¿De quién es España?”. La Marea, 2019), grandes familias latifundistas como la Casa de Alba, concentran propiedades explotables a lo largo del territorio y absorben las partidas de la Política Agraria Común, abriendo paso a la especulación financiera salvaje y al asentamiento del régimen de monocultivo desde Huelva hasta Almería.
Si miramos ahora al campo andaluz más allá de la auto-antropología identitaria construida desde las izquierdas autonómicas, y más allá de la conquista de doble filo que supuso el establecimiento del Plan de Empleo Rural en 1983 para las familias en los pueblos dedicados al cultivo del olivar, vemos que el sujeto de esa mitología que propugnaba la “visión sombría del jornalero que pasea su hambre por las calles del pueblo” corresponde hoy a una población asalariada mayoritariamente subsahariana y marroquí. Mucho se ha escrito sobre las lúgubres condiciones de hacinamiento en asentamientos chabolistas, sin acceso a electricidad o agua corriente. Muchos son también los informes sobre incendios provocados, violencia sexual, discriminación y racismo a los que la fuerza de trabajo migrante está constantemente expuesta. Según señala Izcara Palacios (“Inmigrantes marroquíes en el sector agrario andaluz”. Estudios Fronterizos 6–12, 2005), Andalucía lleva años registrando el mayor número de desempleo agrario junto a los mayores índices de población migrante empleada en el sector agroalimentario, por debajo de todo convenio imaginable. Se conoce que unas 15.500 temporeras marroquíes trabajan regularmente la fresa en los invernaderos onubenses, hasta el punto que el cierre de fronteras con el país vecino a causa de la pandemia de COVID-19 del año 2020 forzó a las compañías pertenecientes a Interfresa a lanzar una masiva oferta de empleo para la campaña de fruto rojo a través del SAE. La tierra del olivo y la carestía, el “lamento sufriente” del pueblo, se transformó en el Mar de Plástico de la agricultura intensiva que absorbe a quienes no tienen más opción que subsistir.
Ginés Donaire contabilizaba para El País (“El olivar ya no seduce ni a los inmigrantes temporeros”, 2023) unos 8.000 trabajadores migrantes en 300 pueblos dedicados a la recolección de aceitunas, el anclaje identitario de la mitología jornalera por excelencia, con una tasa decreciente por la sequía. Moreno Bonilla ha anunciado ya unos 200 millones en ayudas para el sector agroalimentario, mientras vaticina restricciones de agua en el verano de 2024 para grandes núcleos urbanos andaluces como Córdoba o Sevilla. Las pérdidas en los cultivos de mango y aguacate de las comarcas de la Axarquía y la costa granadina se han calculado en torno un 80%, consecuencia del déficit estructural en el nivel de precipitaciones y la alta huella hídrica para el cultivo de subtropicales que ecologistas como Rafael Yus venían ya denunciando como insostenible. La situación crítica del acuífero de Doñana, según el último informe de la Estación Biológica, es ya considerada irreversible, y todos los apuntes de los sucesivos informes del IPCC apuntan a un aceleramiento en los procesos de desertificación que están transformando la estampa del campo y de los trabajadores de la tierra: en peores condiciones para terminar de desecar un modelo productivo condenado a desaparecer en los próximos 50 años. La tierra para quien la trabaja es hoy tierra seca para quien no tiene otra que trabajarla.
Izcara Palacios, quizá por mirarnos desde el otro lado del Atlántico, también señala el dato crucial de que la población local, aún de raíces jornaleras, rechaza los ritmos y condiciones del regadío intensivo y del régimen de monocultivo, pero las mitologías son resistentes al tiempo y buenos anclajes en su aspiración de constituir una tradición de lucha. Desde las tribunas de no pocos medios afines a las izquierdas andaluzas, se juega constantemente, en un doble movimiento, a recalcar el crisol de culturas mediterráneas que somos (en una concesión al hecho estadístico de que el trabajo asalariado del campo no puede ser ya, en pleno auge del capitalismo global, meramente “andaluz”), a la vez que tratan de blindar la mitología jornalera como una suerte de esencia inmutable de nuestra lucha por la autodeterminación. Se transplantan para ello las teorías de Boaventura de Sousa y Ramón Grosfoguel, con un carácter no sólo ajeno al desarrollo del capitalismo agrario en la periferia de Occidente, sino también a sus transformaciones presentes y al desenvolvimiento de nuevas jerarquías entre poblaciones locales y migrantes. Aumente, escribía en 1978, con un tímido distanciamiento de esa primera generación de ateneístas, que “tampoco es similar nuestro contexto al que supuso, después de la segunda guerra mundial, los ‘movimientos de liberación nacional’ en los países del Tercer Mundo”. ¿Tiene sentido una construcción identitaria ante un hecho económico y productivo que se ha tornado prácticamente irreconocible en el transcurso de casi medio siglo de nuestra historia reciente? Al jornalero migrante, fuerza de trabajo que hoy puebla los campos andaluces, se le trata como una especie de capital constante fijo, “como un tractor” al que se le quiere en el campo, pero no en el pueblo, tal y como le contaba un jornalero guineano a la mediadora Keltouma Amagrout según Isabel Morillo (“Las ONGs llevan a Bruselas la situación de los temporeros de Huelva y Almería”, El Periódico de España, 2023). Cuando nos autorretratamos “jornaleros” desde economías culturales operantes en centros urbanos, digitalmente mediadas y desde la más plena y cristalina ciudadanía europea, sin atender a las transformaciones acuciantes que afectan al modelo productivo del campo, pido que recordemos que tal denominación fue históricamente peyorativa en los albores del s. XX, señalando con ella diferencias de jerarquización entre quienes percibían un salario estable, y quienes sentían la condena de pasear su hambre de pueblo en pueblo durante las largas y calurosas horas del verano.