Del imperialismo amable. Una crítica a Imperiofobia (Siruela, 2016)
Crítica escrita el 19 de diciembre de 2017 tras ser obligado a asistir a una conferencia de María Elvira Roca Barea el 13 de octubre de ese mismo año por problemas logísticos en la organización de los cursos formativos del Programa de Doctorado en Estudios Filológicos de la Universidad de Sevilla. El profesor M. J. Gómez Lara, quien organizó la conferencia, me prestó el libro al mostrar mi desacuerdo e insistió en que lo leyese. Poco después de terminarlo escribí esta nota que nunca publiqué.
“¡Qué poco probable es, entonces, el hallazgo del talento histórico! Ni hablar de los egoístas y partidistas enmascarados que dotan su mal juego de un considerable aire de cierta objetividad” — Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida [Segunda consideración intempestiva], Friedrich Nietzsche, 1874.
Existe una tendencia extendidísima entre nuestros compatriotas reaccionarios a la apropiación, no sé si por desposesión o por derecho, de totalidades incotestables y en mayúsculas tales como el Buen Gusto, la Cultura o el Sentido Común. Sin lugar a duda, el terreno preferido para su cercamiento siempre ha sido la Historia, pues supone una base más o menos factual sobre la que edificar cualquier ficción discursiva, además de proporcionarnos un buen marco de pretendida objetividad a la hora de disfrazar el desacuerdo ideológico como un signo de la propia incultura del adversario. Esta defensa de la Historia es la que acomete la señora Roca Barea en su ampliamente debatido ensayo Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el imperio español (2016), para la cual no escatima en tildar de iletrado a cualquier historiador que rechace situarse en este extraño marco que nos propone: “analfabetos ha habido siempre pero nunca habían salido de la universidad”. En una operación de réplica a la maquinaria de propaganda holandesa que describe en su libro, el marco de la autora consiste en aprovechar la existencia histórica de operaciones de desprestigio político para elaborar un armazón que saca lo peor del biologismo de Toynbee y Spengler, salpimentada con aquella distinción de Bueno entre “imperios generadores y depredadores” y que acomoda cada hecho histórico al desenvolvimiento gradual de una hispanofobia absoluta en la Historia. Metodológicamente, podríamos reprocharle lo mismo a seguidores de Braudel como Wallerstein, Arrighi y Gill, quienes observan cada movimiento como un paso más en la creación del sistema-mundo, pero nunca osaría acusarles de un mal uso de sus fuentes. En resumen, la Historia es una construcción tan maleable que cualquiera puede llegar a ver el tipo de providencia deseado si entorna los ojos los suficiente como para desenfocar todo elemento molesto.
La estrategia que sigue Imperiofobia es la siguiente: Primero hemos de crear una constante antropológica que se define como un rechazo automático (“odio indiscriminado”) y a menudo injustificado a los pueblos centrales de una potencia imperial dominante, para después proceder a un amplio desarrollo de aquellas fuentes que confirman la hipótesis en cuestión. Su método de trabajo está plagado de contradicciones divertidísimas, tales como rechazar de antemano el concepto de imperialismo por ser un desarrollo teórico poscolonial a la vez que se permite el lujo de caracterizar como comunismo a las congregaciones anabaptistas de 1534 (189). La utilización del discurso de Calgaco en el Agrícola de Tácito (83) como argumento ilustrativo de la imperiofobia atemporal revela otro fallo metodológico grave, la consideración de la fiabilidad de las fuentes según confirmen o no nuestra hipótesis de partida. Dicho personaje y su discurso es una recreación ficticia para dotar al laureado gobernador de un adversario que esté a la altura del panegírico de Tácito. En otras palabras, es cuando menos cuestionable que Tácito fuese capaz de presenciar y registrar un discurso pronunciado entre las filas enemigas en un idioma, el caledonio, lo bastante poco influyente como para ser siquiera estudiado en Roma o recogido por algún testigo de la batalla de Mons Graupius. Si la manipulación de los eventos históricos sigue estando a la orden del día en superventas como Imperiofobia, podemos suponer la existencia de sesgos y ficciones en un sinfín de crónicas a lo largo del tiempo. Por el contrario, para Roca Barea los abundantes escritos del padre Bartolomé de las Casas sobre las condiciones de vida de los indígenas colonizados no merecen fiabilidad alguna. Roca Barea despacha rápidamente toda crítica elaborada dentro del seno imperial al calificarlas como argumentos de expiación de la intelectualidad izquierdista, quienes deben sentirse culpables ante la hipocresía que conlleva vivir a costa del marco de poder criticado. De ahí extrae una especie de “patrón imperial” universal aplicable en cualquier circunstancia: la crítica marxista francesa es a los Estados Unidos lo que el protestantismo fue al imperio español, con el detalle de que “a los estadounidenses no les pasa esto por motivos que tengan que ver con lo que hacen, sino con lo que son” (89).
El análisis de la propaganda anticatólica es algo más riguroso, pues conviene fortalecer la hipótesis persecutoria antes de proceder a una defensa a ultranza de la administración imperial que no incluye las conversiones forzosas, la explotación de mano de obra indígena, la expropiación violenta de grandes extensiones territoriales, las devastaciones de Osorio y la muerte de poblaciones enteras por inocentes epidemias. Roca Barea hace lo propio con la administración inquisitorial, caracterizada como un mero instrumento burocrático que jamás pudo haber perseguido “prácticas judaizantes” y de la que, según ella, conocemos absolutamente todo, incluyendo los restos inexistentes de aquellos condenados a la hoguera y que confirmarían una exageración tendenciosa. De un plumazo puede obviar las jerarquías raciales en el seno de una estructura imperial al definir la meritocracia no como un derecho del grupo dominante, sino como una utopía en la que todos eran partícipes del “imperio de las oportunidades” (57). La España medieval también ofrecía esa meritocracia, ya que esta sólo se torna posible en coyunturas de expansionismo, por lo que cabría quizá darle la vuelta a su argumento.
Curiosamente, este relato sobre imperialismos amables, edificantes y en los que todos salimos ganando ofrece entre sus propias páginas las claves para su correcta interpretación. A Roca Barea le ocurre lo mismo que a Ayn Rand, quien trataba de convencer a los lectores de El manantial (1943) de que debían situarse a favor del hierático y casi androide Howard Roark después de emplear más de media novela en caracterizar a Peter Keating, su envidioso adversario, con una profundidad psicológica y unas motivaciones mucho mejor definidas. Roca Barea tilda de “modelos míticos maniqueos y suspicaces, modelos explicativos sencillos” (238) a la construcción del mito hispanófobo, y suponemos que esto se debe a la abrumadora complejidad que conlleva pensar la Historia como una conspiración protestante o marxista en contra de España y los españoles. En alguna que otra pincelada de objetividad histórica, al hablar del viaje de Humboldt afirma que el naturalista alemán “ve el mundo a través de sus prejuicios y que un mismo hecho le merece un juicio diferente dependiendo de quién lo ejecute o dónde se produzca” (331–32); en otro pasaje también aporta ciertos consejos metodológicos para historiar adecuadamente, “en el caso improbable de que la Historia deba servir para acercarse algo a la verdad y no para confortar oligarquías triunfantes” (242). Entre tantas, en la conferencia impartida el 13 de octubre de 2017 en el Aula de Grados de la Universidad de Sevilla, Roca Barea se escuda en ser defendida por un político “de izquierdas” como Alfonso Guerra, a la vez que se le ofrecen todas las tribunas de grandes medios estatales y es invitada a dar conferencias en el Instituto Cervantes para insuflarnos autoestima hispanófila.
Finalmente, en un arranque de sinceridad, Roca Barea corona el propósito de su obra al afirmar que “al ataque propagandístico no se responde más que de la misma manera, a ser posible de forma más ofensiva y más falsa” (359). En este sentido, Roca Barea tampoco se esfuerza demasiado por esconder un claro sesgo ideológico al tratar la rebelión de los Países Bajos como una especie de secesionismo catalán de época, refiriéndose a la intervención del duque de Alba como “el malvado enemigo que todo nacionalismo necesita para existir” (192). En la conferencia antes citada, Roca Barea confirmó que toda su obra se nutre de modelar el pasado a través del presente, al lanzar la teoría de una cierta intencionalidad transhistórica en la huida del ex-president Carles Puigdemont a aquel antiguo territorio sedicioso. Podemos decir que la estrategia es bien identificable, pues se juega con esa obsesión crítica con el pseudo-concepto de “posverdad” para, empleando exactamente los mismos métodos, poder vender ideología como algo “incómodo para el poder” sin dejar de servir o cuestionar ese mismo poder. Aceptar que los imperios ocurren de forma inevitable sin detenerse demasiado en sus coyunturas concretas es casi como naturalizar que el único orden social posible es el de la explotación entre seres humanos, y conviene señalar que algo así sólo puede presentarse como subversivo en contextos de regresión moral y humana. A comienzos del libro, Roca Barea valora negativamente al historiador John Robert Seeley en su defensa de que los británicos, como imperio inconsciente, vivían “al margen” del mismo (68). Esta apreciación es caracterizada como una forma de aliviar la conciencia de sus lectores en un momento de plena dominación global, irónicamente por la autora de un ensayo que va por su decimoquinta edición, mientras las fachadas de todas las ciudades del país se engalanan con banderas que distraen nuestra atención de ciertas realidades asfixiantes y nos cuentan la versión que a algunos, cada vez más presentes en la vida política, les gustaría escuchar.
La vida posterior de Imperiofobia y su adopción como credo por parte de miembros del grupo parlamentario VOX y sus arcontes de la Hispanidad, muchos de ellos pertenecientes a la Fundación Gustavo Bueno, es bastante poco interesante como para dedicarle muchas más líneas. El libro se sigue vendiendo, ha afianzado un no escueto nicho de fieles, y su autora es frecuentemente invitada a espacios abiertamente reaccionarios. Baste decir que, como gólem para atajar el Referéndum de 2017 en Cataluña, rápidamente se volvió en contra del aparato de un PSOE en plena crisis interna que también había fomentado su lectura y reedición. Personalidades del sector más conservador del partido como Felipe González y Alfonso Guerra avalaron su candidatura al Premio Princesa de Asturias, mientras Susana Díaz le concedió la Medalla de Andalucía de 2018. La autora intentó replicar el éxito de su primer trabajo con Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (Espasa, 2019) sin demasiado éxito mediático, aún en un contexto de ascenso imparable de la ultraderecha en el mapa político español. Ese mismo año, el profesor J. L. Villacañas Berlanga publicó Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, 2019) como respuesta en clave de confrontación ideológica, mientras que Patricia R. Blanco en El País publicaba un extenso artículo que detallaba algunas de las tergiversaciones adelantadas en esta nota, y en el que acusaba a Roca Barea de mala praxis investigadora. Unas 101 figuras entre las que se incluyen Albert Boadella, Jorge Bustos, Juan Abreu, Arcadi Espada, Iván Vélez, Fernando Savater, Sofía Rincón, Miguel Ángel Quintana Paz o (tristemente) Ignacio Gómez de Liaño firmaron una carta abierta en el diario El Mundo calificando las objecciones de Patricia R. Blanco como una campaña de descrédito público, y a la que la autora misma respondió en otra nota publicada por el mismo medio. Recientemente, el historiador Pablo Batalla Cueto recogió algunas de las consideraciones sobre el libro en su Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2021).